01-12-19
EL PUENTE DE HUAYLLANI
Santiago
Espinoza.
La
Razón, A28. Domingo 1° de diciembre de
2019.
El
puente de Huayllani en Sacaba fue escenario de uno de los episodios más
sangrientos y dolorosos de la crisis del 20/0: el viernes 15 de noviembre, un
enfrentamiento entre fuerzas de seguridad (policías y militares) y cocaleros
acabó con la vida de nueve personas. Todos cocaleros. Fueron abatidos en su
afán de ingresar a la ciudad de Cochabamba para seguir su paso hacia La Paz,
donde pretendían instalarse en protesta para pedir el retorno del expresidente
Evo Morales y la renuncia de Janine Añéz. Dijeron que su marcha era pacífica,
pero estaba lejos de serla, como tampoco fue amable la respuesta de los
uniformados, Poco más se sabe de ese hecho.
A casi
dos semanas de la matanza de Huayllani, los medios recién han vuelto al lugar.
El repliegue de los cocaleros ha dejado al descubierto la escena del crimen, de
los crímenes. Los canales se prodigan en despachos en vivo de las instalaciones
policiales arrasadas presuntamente por seguidores de Evo.
Más
impactantes que esas imágenes en movimiento, repetidas y previsibles en esta coyuntura
–aunque no por ello menos condenables-- son las tomas fijas que fueron
publicadas tras la inspección de la Fiscalía al retén de Huayllani, el
miércoles. Son fotos que registran las huellas de los proyectiles que se
dispararon ese viernes en Sacaba: boquetes que atraviesan postes metálicos,
impactos que horadan puertas y muros de viviendas, heridas que revelan las
tripas de los árboles en la zona.
El
periódico Opinión dice haber
verificado siquiera quince de esas marcas, circunvaladas con pintura azul para
fines investigativos que fueron provocadas por proyectiles de armas cuyo origen
aún se desconoce.
Pocos
hablan de esas huellas recién descubiertas de la masacre, pocos comparten en redes
esas imágenes que provocan escalofríos en los reporteros que cubrieron la
refriega; pocos se indignan a voz en cuello ante la virulencia desmedida que
revelan esos agujeros. Acaso porque esas imágenes aún están frescas. Acaso
porque sugieren una versión de los hechos que va a contramano de la hipótesis
más extendida sobre las muertes en Huayllani, ésa que asegura que fueron
provocadas por “fuego amigo”, por infiltrados armados del bando cocalero que dispararon
contra sus propios compañeros para culpabilizar al gobierno transitorio.
Más prensa
mereció un mural que estaba siendo pintado, el fin de la semana pasada, a la
altura del kilómetro 10,5 de la carretera nueva Cochabamba Santa Cruz, a pocos
metros de donde cayeron nueve cocaleros. Por
la paz de nuestros pueblos originarios es el título del mural de 50 metros
pintado por 12 artistas que estamparon sobre la pared una bandera y una Whipala
unidas, el rostro de una niña y hojas de coca cayendo como lágrimas, una por
una por cada uno de los muertos.
El
mural es la imagen que muchos, cuando la no mayoría prefiere ver. La imagen que
sintetiza el llamado a la pacificación que se ha impuesto como ley tras la
asunción del gobierno transitorio. La imagen que quiere borrar de un plumazo la
sangre de los heridos, las heridas de los caídos, la memoria de los muertos.
Frente a la pintura que ahora expresa un deseo ahora hegemónico de
reconciliación, funcional a una pretensión nada disimulada de olvido de los
muertos, asoman las fotografías del exceso represivo que segó vidas y de la
impunidad institucionalizada con que se pretende acallar las voces disidentes.
Podrán hacerse uno y más dibujos para conducir la mirada hacia eso que quiere
ver la facción triunfante de la guerra del 29/0. Pero, ni siquiera cubriendo
con figuras todas las paredes de Sacaba (o de El Alto) será posible tapar los boquetes
de los proyectiles.
Habrá
ojos que no se distraigan en los murales y se acerquen a los postes y árboles
heridos por las balas de la matanza. Habrá manos que hurguen en esas heridas,
Habrá memorias que guarden las imágenes de esas
balas contra el olvido.
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